Le dispararon a bocajarro. La bala de plata se desintegró en medio de su alma y el mundo se paró un instante para después triplicar su velocidad y acabar con sus planes, anhelos y esperanzas.
Su padre le hablaba en voz en off. Mientras, su rostro se volvía tenso y su sonrisa empezaba a dibujar una mueca. Sabía que llorar era una norma no escrita que no debía transgredir y sin embargo tras un par de preguntas que le ayudaron a poner los puntos de lo que le venía encima las lágrimas cayeron incesantes.
Fue solo un momento amargo que no debía trascender. No en ese momento. Era el primer contacto con la cruz que le tocaba arrastrar. Los días que tenía por delante no le permitirían volver a mostrar debilidad a tristeza, así que se tragó las lágrimas y se esforzó en inventar sonrisas.
Sin embargo se acabó muy rápido la tregua. Cesó el ruido. Pasaron pronto aquellos días y se encontró de repente sola en su habitación sin ninguna excusa para no romper a llorar y no poner fin a su dolor.
De repente le pesaba el cuerpo y le dolían los ojos. Días y días sin otro deseo que estar tumbada en la cama. Dormir y esperar que al despertar todo hubiera cambiado. Mas su primer pensamiento tras cualquier despertar era siempre el mismo.
Nada cambiaba al abrir los ojos y sin embargo su alma cansada solo le pedía estar allí, tumbada en la cama, intentando que sus fantasmas la dejaran dormir, sumirse en un letargo de tristeza que le hacía delirar y soñar con ella. La recordaba tan guapa…con su pelo rizado y su vestido azul celeste. Casi podía verla. Tan delgada, tan frágil…Y se dio cuenta de que aun no estaba preparada, y quizá nunca lo estaría, para verla con el pañuelo de su enfermedad.
Quería hacer tantas cosas y estaba tan lejos para poder hacer alguna.