Solo tenía una oportunidad. Tan pequeña y gastada como aquella moneda de 20 céntimos que llevaba en uno de sus bolsillos. El único dinero que le quedaba. La única baza que podía servirle para llamar desde aquella cabina telefónica en medio de la nada. El único camino para volver a casa. Solo un momento de cordura tras aquellas semanas de locos hubiera bastado. Pero la chispa de la locura se cruzó en sus ojos jaspeados, y en vez de pensar en sus padres o su mejor amiga marcó su número, vendiendo así su salvación a cambio del perdón que tanto necesitaba.
Cada pitido fue una bofetada, un paso más hacia el abismo.
- ¿Sí? – sonó su voz al otro lado.
Y ella quiso decir tantas cosas que no supo por dónde empezar. Quiso decirle que lo sentía, que sentía haberse ido sin avisar, que lamentaba profundamente que su despedida fuera un portazo y su última caricia una discusión. Quiso decirle que no sabía porqué simplemente no podía quererle y confiar en él como se merecía. Decirle que se había arrepentido de cada día que había pasado tan lejos de él y de cada llamada que no le había contestado. Decirle que realmente no sabía por qué lo había hecho tan mal y le había hecho tanto daño si lo quería tanto. Decirle que lo entendía, que lo entendía de verdad, que sabía que se había ganado a pulso su odio y su desprecio.
Pero se dio cuenta de que una vez más su orgullo y su miedo no le permitirían decir la verdad y que su última oportunidad no serviría ni para volver a casa ni para que él la perdonara.
- ¿Hola?- dijo de nuevo su voz.
Y la impotencia se convirtió en dolor, y ella comenzó a llorar, comenzó a llorar todo lo que no había llorando desde hacía tanto.
- ¿Dónde estás? – dijo de nuevo la voz denotando su enfado.
Ella a penas balbuceó unas palabras, y no supo si él le había colgado o si se había cortado la línea telefónica por falta de dinero.
Y entonces dejó caer todo su peso sobre la sucia pared de la cabina hasta acabar sentada y con las rodillas mojadas por las lágrimas. El tiempo pasó y ella no se cansó de llorar. El sol se escondió y a ella no le dejó de doler.
Debían ser las nueve de la noche cuando se quedó sin lágrimas apoyada sobre el cristal. Ya casi no llegaban coches a la gasolinera. Por pura inercia se levantó y comenzó a andar hacia allí, pero a penas había caminado unos metros cuando el sonido de un coche le hizo estremecerse y parar en seco.
No tuvo valor para creérselo, solo cuando escuchó su voz se dio la vuelta y lo vio allí, tan guapo y triste como aquella noche que ella le rompió el corazón. Le fallaron las fuerzas, y quizá se hubiera caído si él no la hubiera abrazado. Las lágrimas que creía agotadas volvieron a correr por su rostro con mucha más fuerza que antes. Y él la apretó contra su pecho y volvió a entretenerse acariciando su pelo, como lo había hecho tantas veces, le secó las lágrimas y cuando ella intentó probar una disculpa él la calló con un beso.
- Ya ha pasado todo. Volvamos a casa.