Que sí, que lo sé, que tú también lo sabes y que todos los que han podido vernos en la misma estancia lo tienen claro. Clarísimo. Cristalino. No he conocido a nadie que le guste el juego tanto como a ti, y dudo que tú hayas encontrado a alguien que se tome los retos tan a pecho como yo. Aún sabes perfectamente cómo tenerme contenta y cómo hacer que quiera matarte. Nadie me sabe tocar las narices tan bien como tú. Apúntate ese tanto, que sé que aún te hace sonreír.
Nunca me he divertido tanto con alguien. Y ahora sé que a pesar de los cuchillos en el aire: estábamos bien. Estábamos bien explotando los últimos coletazos de la edad del pavo. Estábamos bien disimulando que disimulábamos. Estábamos a una ronda de admitir que preferíamos jugar en el mismo equipo... Y entonces llegó la vida. Y pisó tan fuerte que no pudimos hacer más que creer que podríamos abandonar la partida y salir silenciosamente por la puerta de atrás. Y aquí paz y después gloria. Ya. Claro... Sólo se nos pasó por alto que nosotros, aún sin querer jugar, jugamos sin querer.
Supongo que ya sabrás el resto. Me costó aceptar que las reglas están para cumplirlas, y que hay cosas que no dependen de nosotros. De sobra sabes que llevar la contraria es parte de mi. Pero sin ti los cabezazos contra la pared dolían de verdad, y un día, sin querer, entré en razón. Así que no contesté a tus tirones de pelo y me tuve que comer las ganas de preguntarte qué tipo de discapacidad mental tenías. Y lo hice porque sabía que sólo bastaba una simple chispa para que ardiera todo de nuevo, y que quizá esa vez no hubiera nada que pudiera o quisiera apagarlo.