No pensé que tú necesitabas salvarte aún más que yo.
Ninguno
nos dimos cuenta de la necesidad del otro. Y en vez de buscarnos cuando por fin
nos encontramos, nos perdimos. Nos hicimos más daño. Sabíamos que nada podría causarnos
más sufrimiento que la pérdida del uno para el otro, así que no nos embarcamos
en la lucha por miedo a caer en la batalla. En vez de quitarnos la coraza, la
hicimos parte de nosotros.
Cuando se apagaron las luces no gritamos, nadie corrió a
salvar al otro. El orgullo no nos dejó movernos hasta que el miedo nos obligó a
huir. Cuando las luces se apagaron no gritamos, preferimos morir.
El reloj nos clavó sus agujas, nos enterró bajo su arena en
la desesperación. El reloj jugó con el tiempo porque no se lo impedimos, porque
quizá necesitábamos sufrir así. Pero el reloj,
al cabo de los meses, nos hizo fuertes, se llevó el orgullo, aplacó el
miedo. Trajo consigo la primavera, y ella volvió a encender la luz.
Nuestros
ojos pudieron ver ya con claridad, y como estaban llamados a hacer, volvieron a
buscarse.