Al comenzar junio se cerraron las puertas que había abierto
desesperadamente meses antes. No fui
consciente del motivo cobarde de mi interés por sus aperturas hasta que todas se
cerraron.
Me di cuenta porque cuando se cerraron no me importó. Nunca
me habían importado. Nunca había creído
en los caminos por los que me podían haber llevado. Nunca había confiado en los
nombres grabados en sus marcos.
Siempre había sabido que no las necesitaba. Eran una
distracción. Una excusa. Un intento desesperado por sentir que iba a salvarme
cuando el miedo me susurraba al oído que la herida me mataría.
Pasado el tiempo y
con la herida a raya, se había vuelto difícil defender sus aperturas.
No hizo falta que yo me esforzara en cerrarlas. La vida se
encargó de ello.
Y cuando dejé de ver la falsa luz que dejaban pasar me
alegré: no necesitaba excusas.
No necesitaba salvarme de nada más que de mí misma. Y para
eso no necesitaba distracciones, no necesitaba puertas, no necesitaba el miedo.
Cuando cumplí los dieciocho mi padre me intentó enseñar las claves
de la vida. Pero yo, como buena adolescente, no me dejé. Me embarqué en una
lucha estúpida por demostrar que el mundo no era como mi padre me contaba, que
era como yo quería que fuera. Y mi padre me dijo antes de marcharme: “Ojalá lo
aprendas ahora, porque sino la vida se encargará de enseñártelo”.
Ese día de junio en que todas las puertas se cerraron y yo
hacía tiempo que había entendido la estupidez de mi causa, cogí mi bandera
blanca y volví a casa. Donde mi padre me dio un gran abrazo y me levantó del
suelo como cuando era niña. Donde siempre podía empezar de cero.
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