viernes, 14 de junio de 2013

junio


Al comenzar junio se cerraron las puertas que había abierto desesperadamente  meses antes. No fui consciente del motivo cobarde de mi interés por sus aperturas hasta que todas se cerraron. 


Me di cuenta porque cuando se cerraron no me importó. Nunca me habían importado.  Nunca había creído en los caminos por los que me podían haber llevado. Nunca había confiado en los nombres grabados en sus marcos. 


Siempre había sabido que no las necesitaba. Eran una distracción. Una excusa. Un intento desesperado por sentir que iba a salvarme cuando el miedo me susurraba al oído que la herida me mataría.


Pasado el tiempo  y con la herida a raya, se había vuelto difícil defender sus aperturas.

No hizo falta que yo me esforzara en cerrarlas. La vida se encargó de ello.


Y cuando dejé de ver la falsa luz que dejaban pasar me alegré: no necesitaba excusas.

No necesitaba salvarme de nada más que de mí misma. Y para eso no necesitaba distracciones, no necesitaba puertas, no necesitaba el miedo.


Cuando cumplí los dieciocho mi padre me intentó enseñar las claves de la vida. Pero yo, como buena adolescente, no me dejé. Me embarqué en una lucha estúpida por demostrar que el mundo no era como mi padre me contaba, que era como yo quería que fuera. Y mi padre me dijo antes de marcharme: “Ojalá lo aprendas ahora, porque sino la vida se encargará de enseñártelo”.



Ese día de junio en que todas las puertas se cerraron y yo hacía tiempo que había entendido la estupidez de mi causa, cogí mi bandera blanca y volví a casa. Donde mi padre me dio un gran abrazo y me levantó del suelo como cuando era niña. Donde siempre podía empezar de cero.

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