Pero
antes de irme te busqué una última vez. No podía no hacerlo. Y si hubiera
podido no hubiera querido.
No sé
qué tengo con las puertas abiertas. Ya he perdido la cuenta de todas las que
siguen así, avisando del siguiente combate, dejando pasar el sonido de la
incertidumbre, los ecos del pasado y el murmullo de las cosas que están por pasar.
Mientras
tanto sigo mi camino intentando hacer como que no existen. No miro para atrás
ni para ver si se han cerrado un poco. Y sólo tengo que pagar por ello con el
alto precio de la ansiedad.
Siempre
tengo una puerta favorita. Una que nunca cerraría.
Esperaba el otoño con miedo. Con
miedo porque vino después del verano de mi vida. Vino después de los bares, las
risas, las confesiones, los amigos, los amores, los viajes, la casa de la
playa, las canciones, el pueblo...
Cuando llegó septiembre me pareció
que aquel verano simplemente había sido uno de esos días increíbles que estás
deseando repetir. Me pareció que el invierno sería como un domingo eterno.
Tocaba empezar de cero. Volver a la ciudad y despedirme del espíritu de los
dieciséis que había disfrutado conmigo de los meses anteriores.
Pero Madrid siempre me impone más
miedo del que realmente entraña. En un par de días me devolvió de nuevo la
calma, y empecé la nueva etapa saldando las deudas que tenía con la primavera y
de las que no pude librarme en verano. Y resultó que el otoño no empezó tan
mal, porque empezó el día que tú volviste.
Aun así no se equivocaba el
miedo: siempre viene el otoño con un imposible al cual me niego a renunciar.