miércoles, 23 de octubre de 2013

Inercia

Pero antes de irme te busqué una última vez. No podía no hacerlo. Y si hubiera podido no hubiera querido.

No sé qué tengo con las puertas abiertas. Ya he perdido la cuenta de todas las que siguen así, avisando del siguiente combate, dejando pasar el sonido de la incertidumbre, los ecos del pasado y el murmullo de las cosas que están por pasar.

Mientras tanto sigo mi camino intentando hacer como que no existen. No miro para atrás ni para ver si se han cerrado un poco. Y sólo tengo que pagar por ello con el alto precio de la ansiedad.

Siempre tengo una puerta favorita. Una que nunca cerraría.



Esperaba el otoño con miedo. Con miedo porque vino después del verano de mi vida. Vino después de los bares, las risas, las confesiones, los amigos, los amores, los viajes, la casa de la playa, las canciones, el pueblo... 

Cuando llegó septiembre me pareció que aquel verano simplemente había sido uno de esos días increíbles que estás deseando repetir. Me pareció que el invierno sería como un domingo eterno. Tocaba empezar de cero. Volver a la ciudad y despedirme del espíritu de los dieciséis que había disfrutado conmigo de los meses anteriores.

Pero Madrid siempre me impone más miedo del que realmente entraña. En un par de días me devolvió de nuevo la calma, y empecé la nueva etapa saldando las deudas que tenía con la primavera y de las que no pude librarme en verano. Y resultó que el otoño no empezó tan mal, porque empezó el día que tú volviste.

Aun así no se equivocaba el miedo: siempre viene el otoño con un imposible al cual me niego a renunciar.

                                                

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