Te busqué en las canciones de
Sabina.
En la letra de aquel poema que
aún hoy podría recitar de memoria.
En rincones donde nunca antes
había mirado.
En las veces que fui a parar a aquel
bar.
En las carcajadas de un amanecer.
En el vino que llenó la copa.
En el llanto que me hizo llorar
tanto tiempo.
Te busqué incluso sin saber que te estaba buscando.
Y cuando dejé de buscarte saliste
de tu escondite y me encontraste. Entonces no te reconocí, ya había olvidado
hasta el tiempo que pasé buscándote. Pero el tiempo no se había olvidado de nosotros.
Entraste
al bar por la puerta grande antes de que yo saliera por la puerta de atrás. Con Sabina diciendo aquello de “los ojos que no ven miran mejor”, me
miraste de frente, y yo desvié la mirada. Empecé a temblar como sólo tiemblan
los niños y no supe comportarme de otra forma. Cerré los ojos esperando que así el
peligro que anunciaba tu presencia se olvidara de mí.
Sí, eso fue lo que hice yo: como no caía lluvia me la inventé. Tú pudiste entonces desatar la tempestad, y sin embargo no lo hiciste. Y eso me sorprendió tanto que se me cayeron de golpe las excusas cobardes y los esquemas fatalistas. Me atreví a mirarte entonces a los ojos, y fui consciente de que sólo me quedaba en los bolsillos la certeza de que lo intentaría una vez más.
Ahora recuerdo porqué me gustaba tanto ese poema, porque cuenta cómo uno a veces se arroja al fuego, aunque corra el riesgo de quemarse y morir.
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