Estábamos destinados a atraernos como se atraen las
desgracias, que ni ellas saben cómo ni porqué, pero llegan a ese lugar y a esa
hora y se encuentran, así, sin más. Y en fin, ya que estábamos allí y por
educación pues nos dimos dos besos y nos presentamos.
Tanteamos el terreno y con un par de cervezas comenzamos a hablar de
nosotros. Pero no nos dijimos la verdad (para variar). Yo no te dije que tenía fobia crónica a las ataduras ni tú
me informaste de tu nivel experto en tocar las narices. Eso ya lo descubrimos
más tarde, y para cuando lo hicimos nos importaba un pimiento la hora, los
defectos del otro, y la amenaza que suponía para el Universo entero que
estuviéramos juntos. Porque otra cosa no, pero peligro teníamos un rato.
Tú
eras la madre de todas las tormentas y yo el huracán con rímel.Y a pesar de todo nos la jugamos, porque es lo que tienen
estas cosas, que aunque no las entiendas ni las quieras, te hacen
sentir vivo.
Así que empezó la historia que estaba llamada a ser, una
oda al sinsentido, de esas de ni contigo ni sin ti. De “pues si ahora tú si, yo
no”, de las que a pesar de los incontables finales estrepitosos parece que
nunca van a acabar. Porque cuando peor termina, resulta que sólo es el principio
de otro capítulo.
Pero la cuerda, de tanto estirarla, un día se rompe y nos
da en la cara. Y no sé si fue por el golpe, pero me volví loca por arreglarla. Claro que lo hice, me di un millón de cabezazos contra tu muro hasta que por fin entendí que no sirve de nada que alguien
te haga sentir vivo si cuando empiezas a morir no mueve un dedo por salvarte.
Y ya te sabes el final de la historia, ¿no? Tú siempre
fuiste el favorito de la liga pero contra todo pronóstico yo gané perdiendo.
Porque al final el que no arriesga no gana, y si el juego
consistía en eso:
Huracán: 241 / Tormenta: -3
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