Atardecía, y el escenario se desdibujó para reinventarse con nuevos colores ocres y anaranjados. El ambiente se tiñó de hojas otoñales esparramadas por el suelo. El sentimiento lo puso ella.
Atardecía. Se acababa, por fin, aquel día tan largo. Ya no recordaba cuando había empezado. Había olvidado cómo se había perdido y quién la había despertado. No sabía si seguía muy lejos de lo que añoraba pero se encontraba demasiado cerca de lo que buscaba para seguir entristecida.
Su mente cuadriculada desconocía qué le había hecho reencontrarse allí, en ese lugar donde nunca y tantas veces estuvo. Pero ello no consiguió evitar que su corazón se reconociera en el camino. No impidió que se sintiera afortunada.
Sonreía. No podría explicar por qué con los argumentos y las razones que la habían llevado a perderse, pero se sentía por primera vez merecedora de una nueva oportunidad para mirar aquel lugar como si fuera la primera vez. Quizá lo era, quizá nunca lo había sido. Buscó entre la gente unos ojos que también la buscaban. Y los encontró.
Aun le sobrecogía el corazón que alguien la pudiera ver sin la careta que se había puesto cuando se rindió a ser como todos. Estaba segura de que si algún día se la volvía a poner, él no podría verla. El semáforo se puso en verde para lo peatones. Los coches pararon y ellos cruzaron, cada uno desde un extremo de la calle. Se sonrieron. Él contento, ella agradecida, y cuando estuvieron a la misma altura no se detuvieron y cada uno siguió su camino sin vacilar.
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