No me gusta estar enfadada con nadie. Odio pensar que le he podido hacer daño a alguien. Me mata la conciencia. Me persigue la culpa allá donde voy. Pero me encanta discutir.
Oh, sí. Discutir de política, de religión, de fútbol, de educación, de historia…
Disfruto como una niña cuando hablo de injusticias, y de amor, y de un mundo mejor.
Disfruto como una niña cuando hablo de injusticias, y de amor, y de un mundo mejor.
Cuando lo conocí me incitó a una discusión de política, así, ¡sin tener que buscarla! Ello originó que empezáramos a despedazarnos en cualquiera de los temas que amo tocar pero que tan difícil me resulta en esta sociedad con gente de mi edad. No lo vi venir. Cuando fui a darme cuenta estaba en su casa, desayunando cereales a las diez de la mañana y a pesar de que no habíamos dejado de discutir y en nada nos habíamos puesto de acuerdo, me caía bien.Y aunque ni siquiera cuando él me lo preguntó mucho tiempo después me lo reconocí a mí mima: me había enamorado. Hasta las trancas. Como nunca antes.
Él era diferente a todo lo que había conocido hasta entonces. Parecía pensar, y tener algo en la cabeza. Sabía, le interesaban las cosas, se moría por encontrar también a alguien con quien pasárselo tan bien discutiendo. Y, oh, Dios…no intentó comprarme. Eso, que tanto me impresionó, fue quizá el golpe de gracia.
Dije que al principio me caía mal. Pero no era verdad, desde el principio me ganó, porque me tuvo discutiendo, llenándome la boca de palabras en busca de justicia. Después de aquel primer día aseguraba siempre que podía, y cuando no también, que sabía que nunca funcionaría. Que éramos muy diferentes.
Sí, fue culpa mía enamorarme. Él no me buscó. Nunca lo hizo. Podía haberle dejado en paz aquella noche. Podía haber pasado de él y no buscar el juego de la discusión que tanto me apasiona. Podía no haberme ofrecido a acompañarle al metro mientras abrían la puerta de mi colegio. Podía haber rechazado su invitación para desayunar. Podía haberme ido después de desayunar. Podía haber girado la cara cuando supe que iba a besarme. Podía haber echado a correr cuando sentí tanto miedo al temer que a mi me importara de verdad y a él no. No sé en qué momento me ganó. Pero lo hizo. Y pasé a no discutir nunca. Yo solo quería estar con él, y hacer todo lo que pensara que le hacía feliz.
Cuántas veces repetí que me daba miedo que fuéramos tan diferentes que acabara por no funcionar…. Mentía. Yo estaba loca por él, con cada una de sus diferencias.
No tenía por qué no funcionar si nos queríamos. El problema era que para eso nos teníamos que haber querido los dos. Entonces hubiera funcionado, votáramos, creyéramos o pensáramos lo que fuera cada uno. El amor siempre es el mismo. Es el único que nos salva. El único que hace que perdonemos una y otra vez. El único que no nos permite dejar de soñar. El que hace que no abandonemos una lucha si está por en medio.
Ese era mi gran miedo: que o fucionara por causas ajenas a nuestras diferencias. Y ocurrió. Todo lo que temía ocurrió, incluso, si cabe, se acrecentó con aquellas palabras…Pero, como siempre, para mi todo llegó un poco más tarde. Le dije que yo tampoco me había enamorado. En verdad mi lógica tenía algo de sentido: “Yo pensaba que sí, pero si te hubiera querido me hubiera dolido que tú me dijeras que no”.
Yo siempre tan impaciente. El dolor llegó a la mañana siguiente. Esa noche simplemente dejé de sentir, pero sonreía, incluso confieso que me sentí a gusto cuando lo escuché de su boca. Tanto tiempo temiendo el bofetón, y por fin me llegaba el impacto. Ya no tenía que morirme de miedo, porque lo peor ya se había cumplido.
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