martes, 18 de junio de 2013

el lazo



Era cuanto más lejos estaba, cuanto más dicha sentía, cuando empezaba a devorarla la ansiedad.


Era el destino, su viejo amigo. Su eterno enemigo. Notaba su lazo anudado a su cintura. Nadie más lo veía, pero ella lo sentía, lo conocía. Sabía que la había dejado alejarse, como tantas otras veces, pero no se había olvidado de ella. No la dejaría ser libre para siempre.


Cuando el reloj marcara la hora tensaría el lazo que ataba sus vidas. Con la misma velocidad con la que habían pasado los meses y las penas, volvería a juntarse con su extremo. Con él. Lo haría con el impulso de miles de kilómetros recorridos para escapar de ese mismo choque. Con la fuerza de una huída al destino del que no se puede escapar.


Hundió los codos en sus rodillas y sus manos en su cara. La frustración la abrumaba junto al calor de aquel mes de junio en el tejado al que daba la ventana de su cuarto. Antes no lo sabía. No tenía la certeza de estar atada a él por un lazo tan invisible como indestructible. Lo había imaginado. Recordaba que al principio de aquella historia lo sabía cuando lo miraba. Pero era solo una sospecha. Una sospecha que no se atrevía a pensar. 

Pero los años y los hechos no la dejaron sentir dicha cuando por fin tuvo la certeza de que él estaría siempre en su camino. Que, por más que se alejara y se creyera a salvo, la vida tensaría la cuerda y volvería a hacer que chocaran. Que se volvieran a encontrar, que todo volvería a empezar, que todo volvería a acabar.

Lo detestaba. Detestaba esa cruel certeza. Pero sabía que ignorarla era contraproducente, que el impacto sería más duro.


Quizá fue su fe, o aquel rayo de sol que le hizo entornar los ojos. Pero pensó entonces que no tenía sentido estar enfadada con el destino, y mucho menos temerlo. Era pronto para escribir el final de la historia y predecir el futuro. Aún con su lazo invisible oprimiéndole las costillas decidió confiar. Confiar en que, aunque lo pareciera, la vida no estaba jugando con ella. No quería su mal. La libraría de él y de aquel estúpido lazo cuando fuera el momento.

viernes, 14 de junio de 2013

junio


Al comenzar junio se cerraron las puertas que había abierto desesperadamente  meses antes. No fui consciente del motivo cobarde de mi interés por sus aperturas hasta que todas se cerraron. 


Me di cuenta porque cuando se cerraron no me importó. Nunca me habían importado.  Nunca había creído en los caminos por los que me podían haber llevado. Nunca había confiado en los nombres grabados en sus marcos. 


Siempre había sabido que no las necesitaba. Eran una distracción. Una excusa. Un intento desesperado por sentir que iba a salvarme cuando el miedo me susurraba al oído que la herida me mataría.


Pasado el tiempo  y con la herida a raya, se había vuelto difícil defender sus aperturas.

No hizo falta que yo me esforzara en cerrarlas. La vida se encargó de ello.


Y cuando dejé de ver la falsa luz que dejaban pasar me alegré: no necesitaba excusas.

No necesitaba salvarme de nada más que de mí misma. Y para eso no necesitaba distracciones, no necesitaba puertas, no necesitaba el miedo.


Cuando cumplí los dieciocho mi padre me intentó enseñar las claves de la vida. Pero yo, como buena adolescente, no me dejé. Me embarqué en una lucha estúpida por demostrar que el mundo no era como mi padre me contaba, que era como yo quería que fuera. Y mi padre me dijo antes de marcharme: “Ojalá lo aprendas ahora, porque sino la vida se encargará de enseñártelo”.



Ese día de junio en que todas las puertas se cerraron y yo hacía tiempo que había entendido la estupidez de mi causa, cogí mi bandera blanca y volví a casa. Donde mi padre me dio un gran abrazo y me levantó del suelo como cuando era niña. Donde siempre podía empezar de cero.