lunes, 20 de enero de 2014

Baila

Suenan las canciones que ya no tienen sentido. Es entonces cuando decides beberte el dolor a tragos y emborrachar a los recuerdos. Y no hay quien te saque del bar del olvido. Noche tras noche acabas allí, creando una deuda que nunca es más grande que la que acumulas dentro de ti. 

Todos hemos acabado en ese bar alguna vez. Todos hemos conservado la atormentada esperanza de que esa persona entre de repente por la puerta dispuesta a firmar la paz. Nos invite a otra ronda y acabemos subidos a la barra cantando aquella canción. Aquella canción otra vez. Como antes. Como antes de los secretos, los celos y los gritos. Como antes del portazo, el orgullo y los silencios. Como si nada hubiese pasado… 



Puedes pasarte horas o años apoyado en la barra, pero al final siempre llega el día en el que te vas del local antes de que te echen. Porque lo entiendes. Entiendes que hay cosas que sólo pasan una vez. Hay historias que fueron escritas para acabar con puntos suspensivos, sin que eso implique una segunda parte que valga la pena. A veces no hace falta un segundo intento (ni un tercero, ni un cuarto…) para saber que acabaría igual o peor que el primero. Como el Rosario de la Aurora, vaya.


¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Pagas tus cuentas y te vas a saldar las que has dejado fuera de allí, en lo más hondo de ti. Y cuando lo haces, cuando encuentras lo que un día fuiste y lo que quieres ser, acabas una noche en otro bar. Y ya no duele. Por fin has encontrado el sentido que guardaban aquellas canciones. Estás rodeado de la gente que quieres y sientes que no necesitas necesitar más de lo que ya tienes. Y eso no es todo, porque de pronto se abre la puerta y entra alguien que aún no conoces. Alguien que meses después, tras unas cuantas copas, acabará contigo arriba de la barra, improvisando la letra de la nueva canción

sábado, 11 de enero de 2014

Invierno soleado


Te busqué en las canciones de Sabina.
En la letra de aquel poema que aún hoy podría recitar de memoria.
En rincones donde nunca antes había mirado.
En las veces que fui a parar a aquel bar.
En las carcajadas de un amanecer.
En el vino que llenó la copa.
En el llanto que me hizo llorar tanto tiempo.
Te busqué incluso sin saber que te estaba buscando.

Y cuando dejé de buscarte saliste de tu escondite y me encontraste. Entonces no te reconocí, ya había olvidado hasta el tiempo que pasé buscándote. Pero el tiempo no se había olvidado de nosotros.

Entraste al bar por la puerta grande antes de que yo saliera por la puerta de atrás. Con Sabina diciendo aquello de “los ojos que no ven miran mejor”, me miraste de frente, y yo desvié la mirada. Empecé a temblar como sólo tiemblan los niños y no supe comportarme de otra forma. Cerré los ojos esperando que así el peligro que anunciaba tu presencia se olvidara de mí.

Sí, eso fue lo que hice yo: como no caía lluvia me la inventé. Tú pudiste entonces desatar la tempestad, y sin embargo no lo hiciste. Y eso me sorprendió tanto que se me cayeron de golpe las excusas cobardes y los esquemas fatalistas. Me atreví a mirarte entonces a los ojos, y fui consciente de que sólo me quedaba en los bolsillos la certeza de que lo intentaría una vez más.

Ahora recuerdo porqué me gustaba tanto ese poema, porque cuenta cómo uno a veces se arroja al fuego, aunque corra el riesgo de quemarse y morir.