jueves, 19 de junio de 2014

“Sobre la importancia de soltar las cosas”

Estábamos destinados a atraernos como se atraen las desgracias, que ni ellas saben cómo ni porqué, pero llegan a ese lugar y a esa hora y se encuentran, así, sin más. Y en fin, ya que estábamos allí y por educación pues nos dimos dos besos y nos presentamos.



Tanteamos el terreno y con un par de cervezas comenzamos a hablar de nosotros. Pero no nos dijimos la verdad (para variar). Yo no te dije que tenía fobia crónica a las ataduras ni tú me informaste de tu nivel experto en tocar las narices. Eso ya lo descubrimos más tarde, y para cuando lo hicimos nos importaba un pimiento la hora, los defectos del otro, y la amenaza que suponía para el Universo entero que estuviéramos juntos. Porque otra cosa no, pero peligro teníamos un rato. 

Tú eras la madre de todas las tormentas y yo el huracán con rímel.Y a pesar de todo nos la jugamos, porque es lo que tienen estas cosas, que aunque no las entiendas ni las quieras, te hacen sentir vivo. 



Así que empezó la historia que estaba llamada a ser, una oda al sinsentido, de esas de ni contigo ni sin ti. De “pues si ahora tú si, yo no”, de las que a pesar de los incontables finales estrepitosos parece que nunca van a acabar. Porque cuando peor termina, resulta que sólo es el principio de otro capítulo.

Pero la cuerda, de tanto estirarla, un día se rompe y nos da en la cara. Y no sé si fue por el golpe, pero me volví loca por arreglarla. Claro que lo hice, me di un millón de cabezazos contra tu muro hasta que por fin entendí que no sirve de nada que alguien te haga sentir vivo si cuando empiezas a morir no mueve un dedo por salvarte.

Y ya te sabes el final de la historia, ¿no? Tú siempre fuiste el favorito de la liga pero contra todo pronóstico yo gané perdiendo. Porque al final el que no arriesga no gana, y si el juego consistía en eso:



Huracán: 241 / Tormenta: -3 


miércoles, 30 de abril de 2014

Un cuadrado en medio del mar

Ya sabéis como son las Navidades: cenas con la familia, con los amigos, con los compañeros de trabajo… Fue en una de estas cuando mi graciosa amiga Bea se preguntaba cómo había pasado todos los años de estancia en Colegio Mayor sin cambiar de habitación: “Y ahora lo pienso y digo: ¿cómo pude encariñarme tanto con ese cuadrado?”

Todas rieron y yo, como siempre, me puse a pensar una razón para aquella nimiedad. Y la encontré.

Me acordé entonces de que yo era de arrojar mis sentimientos en un trozo de papel, sin pensármelo dos veces, puros y descarnados. Y tú eras más de ocultar todas las pruebas que pudieran dar fe de que tenías corazón.Y aún así se te escapó algo aquel día:


No te perdonaré. Si te vas ahora no te perdonaré.

Y no. No hablo de la rabia que te movía la boca. Hablo de la angustia que destrozaba tu voz. Hablo del arrepentimiento que se te enquistaba en la garganta. Pero que, precisamente por ser quien eras, no podías mostrar. Y menos a mí. ¿Y si a pesar de todo te seguía queriendo? No estabas preparado para eso. 

Recuerdo que vacilé. Pero no me giré. Tampoco dije nada. Supongo que eso te sorprendió mucho. Supongo que te preguntarías cuánto no me tenía que doler todo aquello para que no te gritara todo lo que pensaba, y lo que no también.Y aún así no siento que me quedara nada por decirte. Estaba todo dicho sin necesidad de palabras. Tú sabías por qué había pasado todo aquello. Perfectamente. Pero no querías escucharlo. No querías escuchar que si me bajaba del barco era porque estaba cansada de remar sola, mientras tú te esforzabas por hundirlo. 

No hacía falta decirte que era como si hubieras hecho todo aquello para que me fuera. Tampoco te lo traduje a tu idioma y te solté: “Ala, has ganado. Me rindo. Me voy. Te quedas tú el puto barco. Para ti solito. Destrúyelo a gusto todo lo que quieras.” Y no te lo dije porque sé que ya te dolía demasiado saberlo sin escucharlo de mi boca.

Ya. Era sólo un cuadrado. No era especialmente bonito. Había muchos más. Seguramente mejores. Pero yo me hubiera quedado en ese si me hubieras dejado. 



lunes, 24 de febrero de 2014

El juego

Nadie nunca nos enseñó las normas. Nadie nos habló jamás del premio. Pero, ¿es que acaso nos importaba? Nacimos para jugar y en el momento en el que la música y las luces nos presentaron empezó la batalla para la que nos habíamos preparado sin saberlo. A nosotros lo que nos gustaba era eso: jugar a tener cinco años. Jugar a no preguntar por qué. A hacernos daño para luego hacer las paces. A vivir en un continuo tira y afloja. 




Que sí, que lo sé, que tú también lo sabes y que todos los que han podido vernos en la misma estancia lo tienen claro. Clarísimo. Cristalino. No he conocido a nadie que le guste el juego tanto como a ti, y dudo que tú hayas encontrado a alguien que se tome los retos tan a pecho como yo. Aún sabes perfectamente cómo tenerme contenta y cómo hacer que quiera matarte. Nadie me sabe tocar las narices tan bien como tú. Apúntate ese tanto, que sé que aún te hace sonreír.

Nunca me he divertido tanto con alguien. Y ahora sé que a pesar de los cuchillos en el aire: estábamos bien. Estábamos bien explotando los últimos coletazos de la edad del pavo. Estábamos bien disimulando que disimulábamos. Estábamos a una ronda de admitir que preferíamos jugar en el mismo equipo... Y entonces llegó la vida. Y pisó tan fuerte que no pudimos hacer más que creer que podríamos abandonar la partida y salir silenciosamente por la puerta de atrás. Y aquí paz y después gloria. Ya. Claro... Sólo se nos pasó por alto que nosotros, aún sin querer jugar, jugamos sin querer. 


Supongo que ya sabrás el resto. Me costó aceptar que 
las reglas están para cumplirlas, y que hay cosas que no dependen de nosotros. De sobra sabes que llevar la contraria es parte de mi. Pero sin ti los cabezazos contra la pared dolían de verdad, y un día, sin querer, entré en razón. Así que no contesté a tus tirones de pelo y me tuve que comer las ganas de preguntarte qué tipo de discapacidad mental tenías. Y lo hice porque sabía que sólo bastaba una simple chispa para que ardiera todo de nuevo, y que quizá esa vez no hubiera nada que pudiera o quisiera apagarlo

viernes, 7 de febrero de 2014

Los 21

Tienes razón. No quiero crecer. Quiero esto. Quiero lo que tengo ahora: tomarme los problemas a risa, los chupitos de dos en dos y las decisiones importantes echarlas a suertes.


Quiero decidir los domingos si seguir el camino que debo o el que no me conviene pero aun así quiero. Y quiero elegir el que debo pero acabar en el que quiero, como quien no quiere la cosa. Quiero crear el caos por donde paso. Quiero seguir encontrándome en mi desorden. Quiero ser la última en abandonar el barco. Quiero que no te ahogues dentro de ti. Quiero los finales estrepitosos que anuncian el principio de las grandes historias. 

Quiero mis ganas incontenibles de salir corriendo cada vez que las cosas se ponen feas. Quiero volver al rato dispuesta a ir a la guerra, aunque sepa que me coserán a balazosQuiero empezar la partida como si no fuera conmigo y terminar tomándomela más en serio que mi propia vida. Quiero no entenderlo y no querer entenderlo. 

Quiero que tu miedo no me de miedo. Quiero la revancha sólo si tú no la quieres. Quiero que la vida te dé una vez más la oportunidad de encontrarme esperándote. Y quiero no esperarte mientras te espero. Quiero creer que todo acabará bien. Quiero que se calle el silencio. Quiero que vuelvas a poner mi vida patas arriba. Quiero que sigamos sin tener claro si matarnos a golpes o a besos. Quiero buscar la paz y acabar liderando la tempestad. Lo quiero todo y no quiero nada. 




lunes, 20 de enero de 2014

Baila

Suenan las canciones que ya no tienen sentido. Es entonces cuando decides beberte el dolor a tragos y emborrachar a los recuerdos. Y no hay quien te saque del bar del olvido. Noche tras noche acabas allí, creando una deuda que nunca es más grande que la que acumulas dentro de ti. 

Todos hemos acabado en ese bar alguna vez. Todos hemos conservado la atormentada esperanza de que esa persona entre de repente por la puerta dispuesta a firmar la paz. Nos invite a otra ronda y acabemos subidos a la barra cantando aquella canción. Aquella canción otra vez. Como antes. Como antes de los secretos, los celos y los gritos. Como antes del portazo, el orgullo y los silencios. Como si nada hubiese pasado… 



Puedes pasarte horas o años apoyado en la barra, pero al final siempre llega el día en el que te vas del local antes de que te echen. Porque lo entiendes. Entiendes que hay cosas que sólo pasan una vez. Hay historias que fueron escritas para acabar con puntos suspensivos, sin que eso implique una segunda parte que valga la pena. A veces no hace falta un segundo intento (ni un tercero, ni un cuarto…) para saber que acabaría igual o peor que el primero. Como el Rosario de la Aurora, vaya.


¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Pagas tus cuentas y te vas a saldar las que has dejado fuera de allí, en lo más hondo de ti. Y cuando lo haces, cuando encuentras lo que un día fuiste y lo que quieres ser, acabas una noche en otro bar. Y ya no duele. Por fin has encontrado el sentido que guardaban aquellas canciones. Estás rodeado de la gente que quieres y sientes que no necesitas necesitar más de lo que ya tienes. Y eso no es todo, porque de pronto se abre la puerta y entra alguien que aún no conoces. Alguien que meses después, tras unas cuantas copas, acabará contigo arriba de la barra, improvisando la letra de la nueva canción

sábado, 11 de enero de 2014

Invierno soleado


Te busqué en las canciones de Sabina.
En la letra de aquel poema que aún hoy podría recitar de memoria.
En rincones donde nunca antes había mirado.
En las veces que fui a parar a aquel bar.
En las carcajadas de un amanecer.
En el vino que llenó la copa.
En el llanto que me hizo llorar tanto tiempo.
Te busqué incluso sin saber que te estaba buscando.

Y cuando dejé de buscarte saliste de tu escondite y me encontraste. Entonces no te reconocí, ya había olvidado hasta el tiempo que pasé buscándote. Pero el tiempo no se había olvidado de nosotros.

Entraste al bar por la puerta grande antes de que yo saliera por la puerta de atrás. Con Sabina diciendo aquello de “los ojos que no ven miran mejor”, me miraste de frente, y yo desvié la mirada. Empecé a temblar como sólo tiemblan los niños y no supe comportarme de otra forma. Cerré los ojos esperando que así el peligro que anunciaba tu presencia se olvidara de mí.

Sí, eso fue lo que hice yo: como no caía lluvia me la inventé. Tú pudiste entonces desatar la tempestad, y sin embargo no lo hiciste. Y eso me sorprendió tanto que se me cayeron de golpe las excusas cobardes y los esquemas fatalistas. Me atreví a mirarte entonces a los ojos, y fui consciente de que sólo me quedaba en los bolsillos la certeza de que lo intentaría una vez más.

Ahora recuerdo porqué me gustaba tanto ese poema, porque cuenta cómo uno a veces se arroja al fuego, aunque corra el riesgo de quemarse y morir.



martes, 31 de diciembre de 2013

A mis padres


Podría escribir sobre las cosas buenas que ha tenido este año y de la superioridad de éstas respecto a las malas. Podría también enumerar propósitos para el 2014 o exponer las lecciones aprendidas en el 2013. Sin embargo no quiero hablar sobre lo mejor de este año, sino sobre lo mejor de mi vida. Y lo mejor que me ha dado esta vida es mi familia. 

Podría llenar cientos de páginas sobre cada uno de los que la componen o de los que llevan tiempo cuidándonos desde el cielo. Podría hablar de los dos hermanos a los que quiero con locura y por los que sería capaz de hacer cualquier cosa. Pero hoy voy a escribir sobre mis padres. Al fin y al cabo, ellos son los que me lo han dado todo, incluso esta familia a la que quiero tanto.

Quería recordaros lo injustos que somos muchas veces con ellos. Es difícil entender que también tienen derecho a equivocarse, nos cuesta hacernos a la idea de que son personas como nosotros. Que un día fueron adolescentes. Que también salieron de fiesta y lloraron porque tenían miedo. Pero sobre todo tardamos mucho en ser conscientes de que cuando nos hacemos daño a ellos también les duele. Que cuando nos equivocamos ellos también se caen. Y que son ellos los que más se alegran de nuestras alegrías.

Sí. Ahora lo sé. Sé que mi padre es un héroe y mi madre sabe pelear con más arrojo que un ejército. Sé que aunque la vida les ha pegado fuerte muchas veces, ninguna se rindieron. No miento si digo que jamás los he visto mirando hacia otro lado cuando llegan los problemas. Ellos cogen al toro por los cuernos e intentan hacer las cosas lo mejor que saben. Y lo hacen todo por nosotros y para nosotros.
Nunca he visto a mi padre negándole la sonrisa o el perdón a nadie. Nunca lo he visto perder la paz por ningún problema. Tampoco he visto a mi madre dejar de creer en la gente. Ella siempre ha sabido encontrar dónde se esconde lo mejor de cada uno.Así que duele hacerse mayor y darse cuenta de lo injustos que hemos sido a veces con ellos. Ellos, que nos lo han dado todo, y que se levantan todos los días para luchar por nosotros. Para nosotros.


Hace poco mis padres  me dijeron que mis hermanos y yo éramos lo mejor de ellos. Hoy escribo esto para decirles que ellos son lo mejor que la vida ha podido darme. Y que sé que nunca me dejarían pensar esto, pero siempre he sido la oveja 
negra y lo cierto es que lo pienso, así que lo voy a dejar escrito: yo me conformo con llegar a ser la mitad de la mitad de lo que son ellos.